de Liliana Díaz
Mindurry
JUAN CARLOS ONETTI
JUAN CARLOS ONETTI
Después vinieron
las preguntas a partir de Onetti, no entiendo por qué Onetti dice “el frenético
aroma absurdo que destila el amor”, un aroma absurdo y frenético, no sé qué
puede ser, el amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza, y por qué eso de
“trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo”,
cómo imbecilidad del mundo, acaso el mundo es imbécil, no lo hizo Dios, no hay
gente inteligente, genios, Mozart, Béquer, Leonardo, Juana de Ibarbourou,
Einstein, Julia Prilutzky — Farny, pero seguro que hay gente imbécil, dijo
alguien y reímos con pocas ganar, casi hartos. Cómo se puede confiar en la
imbecilidad, prosiguió María Calviño, poniendo los ojos más redondos que nunca,
platos redondos del color de mi bandera, porque uno confía en la inteligencia
¿no es cierto? Siempre concluía: “Onetti es muy extraño” y repetía sola:
“Confiar en la imbecilidad”, “reorganizar la confianza en la imbecilidad”.
Habrá sido una
tarde en que Giménez y yo tomábamos un whisky en el bar de enfrente del taller
de Quesada cuando apareció María Calviño, Santa María Calviño, envuelta en una
nube dorada, vestida de rosa seguida por la brisa del paraíso terrenal. Empezó
a preguntarnos por Onetti, “yo no sé cómo hay que leerlo, es tan extraño”.
—Mirá — le
habló Giménez sin mirarla y tal vez con piedad.
En cambio yo, enarqué las cejas, la
invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero británico y
mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón, le mostré un
vaso de whisky.
—Tenés que
tomar mucho whisky para entenderlo. Onetti es un destello ¿entendés? Un
resplandor.
Sacó un
cuadernito forrado con vírgenes de Rafael y anotó: “Tomar whisky, Onetti es un
destello, un resplandor”.
—Un resplandor, un destello, sí — dijo
ella olvidando el whisky y emocionada por las palabrejas —. Una luz, quiere
decir un brillo.
Sonreí con elegancia como se puede
sonreír frente a Oxford o en el club de gentelmen. Y completé mi pensamiento:
—Pero sobre la
mierda.
Los platos
azules se quedaron inmóviles, estupefactos. Creyó oír mal. ¿Sobre qué?,
preguntó. Lo repetí, gusté de la palabra, ese néctar. La imaginé a ella
desnuda, en cuatro patas, hablándome de sus ruiseñores y de sus misales,
mientras yo le contaba de Juntacadáveres o de la triste que calentaba en la boca
un caño de revólver como lo haría con un sexo. Después fui más explícito dando
cuenta de una precisa escatología brillante situada en el fondo de una
escupidera, cuyo perfume era en terminología onettiana “el frenético aroma
absurdo que destila el amor”.
—También olor
a sexo usado — proseguí — a intestinos, a descomposición.
Le veía el
pecho sacudirse de arriba hacia abajo, el vestido rosa a punto de recibir una
metralla. Parecía retener con desesperación sus pájaros, sus ángeles, sus
jazmines. Giménez se daba vuelta para no mostrar la risa creciendo en sus
dientes desparejos.
-
¿Te
imaginás al pájaro patas arriba y con las tripas afuera, al
ángel defecando, al jazmín podrido en un agua con olor a
ciénaga? Bueno, todo eso lleno de resplandor, de pequeñas lucecitas
enceguecedoras. Pero tenés que beber, María. Tomarte varios vasos y no de
whisky sino de tinto barato con gusto a vinagre en un bar asqueroso. Entonces
quizás entiendas algo.
Casi sin
gestos, anotaba. Cuando pidió vino tinto nos miramos con deseos de agonizar, de
morir allí mismo entre estertores y carcajadas. La hacíamos beber y beber casi
sin pausas hasta que ya no podía escribir y le bailaban los ojos.
—No
puede ser — decía y a lo mejor lloraba o a lo mejor llorábamos nosotros de risa
—, habiendo tantas cosas lindas en el mundo, por ejemplo cuando una alondra
canta su primer canto por la mañana, cuando una mujer le dice a un hombre que
lo ama.
Y
hasta nos daban ganas de aplaudir y así seguimos indefinidamente no sé por
cuánto tiempo pero ella preguntó de repente dónde vivía Onetti, con una voz que
ya no era la de ella, una voz de cansancio. Giménez me hizo un guiño y yo
captando su pensamiento expliqué:
—Vive por aquí, a la vuelta, en una
pensión de la calle Piedras — no sé por qué pensaba en Risso, el personaje de
“El infierno tan temido”. Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión
de la calle Piedras, aunque Risso hablaba de Santa María y yo de Malos Ayres.
Lo inventamos
amigo nuestro, íntimo. En un chasquido se metía en nuestros portafolios, en el
bolsillo de la camisa, en el hueco de la mano. María ya era un desecho. No
escribía, no miraba. Había cierto peligro en esos ojos disueltos hasta el
vacío, en esa posibilidad de negro paraíso. Bruscamente sentí algo viscoso en
la garganta que puede haberse semejado a una especie de lástima. Sería porque
estaba tan borracho como ella, sería porque estaba harto de reírme.
—¿Ves esta
llave? — le pregunté.
Saqué una llave cualquiera, una llave
de ninguna parte que no sé por qué razón tenía conmigo.
—No sé para
qué sirve esta llave, cuál es la puerta que le han destinado, Ni sé para qué la
llevo. Cuando tomo mucho me acuerdo de la llave. Y digo: puede ser que esta
llave abra la puerta de alguien. Pero la gente es una basura, una basura más
chiquita, mediana, más grande, gigantesca. Hay de todos los tamaños, Como no
hay gente sólo me sirve para abrir puertas de libros. Así leo por ejemplo que
hay una estrella azul o que tiembla el corazón de una montaña. Y veo que
también los libros son basura. Entonces abro las puertas de Onetti que no te
habla de estrellas azules ni de corazones que tiemblan. Te hace relumbrar la
basura pero no deja de recordarte que es basura. Con esta llave que no sirve,
entro en el mundo onettiano, en Santa María o lo que fuere y me doy cuenta de
que para entenderlo del todo tendría que tragar la llave, sentir el gusto
metálico en el paladar, el gusto de lo que no abre ninguna puerta ¿entendés?
Claro que no entendés, ni vas a entender nunca. Seguí con tus pajaritos.
Giménez me oía
entre divertido y espantado. La cabeza me daba vueltas, tenía ganas de
inclinarme para el aplauso, agitaba la llave, pero María ya no estaba. El
discurso fue seguramente mucho más largo. Se habría escapado en la mitad: tal
vez no lo había escuchado nunca.
Abandonó el
taller, me contó Giménez. No dejó de narrarme los agradecimientos de Quesada ni
sus carcajadas cuando Giménez le relataba con muecas y exageraciones nuestro
diálogo en el bar. Sin embargo un día la vi en el mismo bar y me dijo que no
había vuelto al taller porque estaba preparando su “Informe sobre Onetti”. Leyó
con voz monótona y hasta destemplada este fragmento de Matías el telegrafista:
“Para mí, ya lo sabe, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es
lo que contienen o lo que cargan. Y después averiguar qué hay detrás de estos y
detrás hasta el fondo que no conoceremos nunca”. Y luego preguntó:
—¿Qué quiere
decir esto?
Me encogí de
hombros.
—Porque es lo
mismo decir que no me importa lo que me pasa con el Tipo, lo que él haga, sino
saber qué hay en el fondo de todo esto. Yo creía antes que había que soñar para
olvidarse de él. Pero ahora resulta que hay que revolver y revolver.
¿De qué me
hablaba? ¿Qué Tipo era ése? Me leyó un informe incomprensible y caótico donde
la mierda con destellos se mezclaba con el Tipo (lo ponía con mayúsculas), al
vino, a la calle Piedras, a las fotografías pardas de “El infierno tan temido”
o a la cara de tramposos de “Matías el telegrafista”, a los pájaros patas
arriba, los ángeles con diarrea, la basura de gente, los jazmines podridos, el
gusto metálico de las llaves de libros, ésas que no abren ninguna puerta. El
resultado parecía una especie de poema surrealista entre interesante y
espantoso, pero con ciertos matices de belleza.
—Dame ese
informe — le dije estremecido y asqueado —. Se lo voy a llevar a Onetti. Él te
va a ayudar, no lo dudes.
María Calviño
se abanicaba, hasta me parecía que hablaba sola. El rosa del vestido seguía
desprendiendo olor a pájaros muertos. Le conté a Giménez y pensamos que
pediríamos ayuda a Ricardo Oliveri para que dijera llamarse Juan Carlos Onetti,
para que le dictara incoherencias al informe. Llamé por teléfono a María. Me
atendió un pedazo de voz, un hilo.
—Onetti quiere
conocerte. Le he dado tu dirección. Irá el lunes a las seis a visitarte.
—¿Conocerme a
mí? — comenzó María Calviño —¿Conocerme a mí?
Creí que el
“conocerme a mí” seguiría hasta el infinito. Caminaba por calles y calles y
seguía oyendo ¿”conocerme a mí?”. Con Giménez nos imaginábamos la cara de
Quesada, de la gente del taller, cuando María Calviño dijera, sacudiendo su
polvo dorado, con voz quebrada de poetisa en trance de suicidio, de Pizarnik
llorando con unas pastillitas en la mano, que Onetti, el mismísimo Onetti había
ido el lunes a las seis a visitarla. Recordaba a una María roja, con ojos cerrados como si hubiese tragado
somníferos, atacada de paludismo y fiebre intermitente, que después de hablar
por teléfono, recorría calles y calles, ¿conocerme a mí?
Llegamos
hasta el punto de escribirle y entregarle nosotros mismos una misiva. La
escribí yo, los otros miraban. Empezaba como la carta del comienzo de “Tan
triste como ella”.
“Querida tan
triste María:
Comprendo,
a pesar de las ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de
conocernos. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nos entenderemos. No
conocernos sería mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. No intento
excusarme invocando nada. Acepto los futuros momentos dichosos. En todo caso,
perdón. Aunque nunca mire de frente tu cara, aunque nunca te muestre la mía.
J.C.O.
—Me escribió a
mí. Juan Carlos Onetti me escribió a mí.
Llegó el
lunes. Fui media hora antes a la casa de María Calviño para efectuar la
presentación. Entré en un zaguán viejo y me recibió vestida de negro con estas
raras palabras:
—Estoy de luto
por mi anterior vida. Ahora pienso y vivo en el mundo de Onetti.
Tenía una
sonrisa muy rara, se desplegaba como un abanico. Tenía unos ojos de leopardo
que antes no tenía, dos leopardos muertos en platos vacíos. Entré por un
comedor mugriento y en desorden.
—Lo preparé todo especialmente para
este encuentro — murmuró y la voz era una especie de navaja, un cuchillo que
cortaba rebanadas de aire. Después subí a una pieza con una ama de matrimonio.
La pared estaba llena de estampitas, recortes de revistas con puestas de sol,
almanaques con pájaros, noches estrelladas,, parejas besándose, cartones con
acuarelas que representaban ángeles y corazones, fotografías de actrices
lánguidas de los comienzos del cine, una biblioteca de novelas románticas,
poesía para solteronas, libros de autoayuda, títulos como “Aprenda a ser feliz”
o “Te amaré para siempre”, “Mía para la eternidad”, vitrinas con estatuas
almibaradas y caracoles. Ante mi asombro empezó a romper todo, a hacer pedazos
los libros, las fotografías, los dibujos, los almanaques, las cajitas
musicales, las basuras de las vitrinas. Semejante hecatombe, la violencia de
sus gestos, me empezaron a asustar y más cuando abrió un ropero y se dedicó a
arrojar ropa sucia con perfume a naftalina y sudor. Algunas prendas salían por
la ventana, otras se depositaban en cualquier parte.
—Gracias por
todo esto, Juan Carlos Onetti — exclamó de golpe y me pareció que hablaba con
el aire, a un posible Juan Carlos Onetti que estaría por llegar.
—Ya son las
seis menos cinco — susurré, deseando que esta escena de locura terminase
pronto, arrepentido de haberla fomentado, con ganas de putear a Giménez, a
Quesada, con ganas de que Oliveri no viniese, de que alguna grieta en la pared
me permitiera la huida —. Onetti debe estar por llegar.
—Onetti ya ha
llegado — habló María Calviño clavándome esos leopardos que se desperezaban en
los platos vacíos —. Es para vos que hago esto.
—¿Para mí? —
logré balbucear.
—Yo sé que
cierto Onetti, premio Cervantes, vive en España, y que vos me escribiste. ¿Qué
me importa el otro? Vos sos Juan Carlos Onetti, vos me mostraste la llave para
abrir esos libros. Yo ya no puedo encerrarme en esta pieza a soñar disparates.
Mis pájaros tienen las tripas afuera, mis jazmines están podridos. Hace diez
años que vivo con alguien, marido creo que se llama. Yo lo llamo “el Tipo”.
Viene, habla con el loro, con el espejo, con cualquier cosa. Vomita en los
rincones, escupe. Yo quería otro mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón,
Onetti. Hay mierda y lo único bueno es sacarle lustre a la mierda, verle los
resplandores. Es bueno tomar la llave de los libros, abrirlos, pero después
tragar la llave. Yo la tragué. Hace tiempo que necesitaba esto.
Oímos el
timbre como si hubiéramos oído maullar un gato. Yo la miraba sin poder
desprender mis ojos de esos platos grises vacíos, de ese brillo a escombros, a
mesa de póker con fantasmas. El timbre seguía y seguía.
—Gracias por haberme escrito, Onetti.
Por haberme llamado “tan triste María”. Gracias a vos tengo confianza en la
imbecilidad del mundo. Quiero hacerte un regalo, mostrarte lo que soy capaz de
hacer.
Hablar ya no
tenía sentido. La locura era la pared, el techo, el piso, los muebles, ella, el
timbre, yo mismo. La seguí. Lo que vi ya no será posible contarlo.
Porque después
yo ya no estaba allí y quizá no estaba en ninguna parte. A grandes lengüetazos
lamía los bordes de todos los objetos, de la misma locura, de cierta manera de
ella tan feroz de clavarme los ojos, ella, María, Santa María, ella la tan
triste, diciéndome, mirá Onetti, éste es el Tipo, lo hice para vos, para que
veas que soy capaz, para que veas que como vos rompí el candado, me tragué la
llave, tenía gusto metálico, al principio creí que era más difícil, pero era
fácil, era cuestión de averiguar qué había detrás y así hasta el fondo que
después de todo no conoceremos nunca, y había un tipo en el suelo sobre una
enorme mancha roja, un tipo muerto, gracias Onetti, vos tenías razón, yo soy la
tan triste, la de la enorme tristeza, la de la tristeza que no tiene límites, y
el timbre seguía sonando y yo pensaba, son las seis de la tarde, yo soy Onetti,
ella es la tantriste, he abierto la llave de los libros, la tengo aquí, es la
llave de ninguna parte, los libros no sirven, son papel pegado o cosido, letras
sobre papel pegado o cosido, pero ella sí ha tragado la llave y ahora estoy yo
aquí solo con el gusto metálico en la lengua, sabiendo que la llave está en mi
boca y que debo tragarla.
“Onetti a
las seis” de Liliana Díaz Mindurry
“... Ni siquiera esa vocesita declamatoria, ojos
mojados, manos de Santa Teresa en éxtasis por Bernini (le faltaba cruzarlas en
el pecho, ponerse una azucena cerca del nacimiento de los pezones, colocarse
una rosa con un alfiler de gancho en la cintura, un moño en las partes
postreras). Era algo más, un aire de metafísica para suplemento literario dominical,
de cosa que no existe, de petalito seco en un libro de horas titulado
Jaculatorias para alcanzar el cielo, de hojitas en manual de poemas completos
de Amado Nervo.”
Con el solo objeto de
divertirse, el narrador trata de imponer
a María Calviño otra realidad, proclamar la existencia de un mundo en el que es posible integrar la
imperfección a lo cotidiano. Agravado
por la candidez, la ingenuidad y la ridiculez de la mujer, el enfrentamiento
llega a extremos inauditos.
.El abordaje a la lectura de Juan
Carlos Onetti provoca en María Calviño una especie de “terror de lo ilegible” y su desconcierto pone de manifiesto la
candidez de su mundo, o el mundo de mentira donde prefiere vivir sin sondear el
fondo de las cosas.
“... no entiendo por qué Onetti dice “el frenético
aroma absurdo que destila el amor”, un aroma absurdo y frenético, no sé qué
puede ser, el amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza,...”
Desde el punto de vista del
narrador, este mundo significa la inconsistencia de lo artificial y una
percepción errónea de la realidad, representada por un halo evanescente.
El mundo onettiano, en cambio,
sólido y brutal, se va elevando por sobre la evanescencia:
“...
la invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero británico y
mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón, le mostré un
vaso de whisky.”
—Pero sobre la mierda..”
Como factor detonante, la burla
se desplaza a través de la historia en una progresión psicológica que deriva en
el enajenamiento, en la violencia, en la muerte.
El último instrumento en la
edificación de la burla es la mentira: la imposible visita de Onetti, a las
seis, a la casa de María Calviño. A su vez, la mentira es puente que integrará
los dos mundos.
Como primer símbolo, el
resplandor, caracterizado por imágenes, comparaciones y metáforas, se traslada
constantemente por la estructura del cuento.
“...Yo quería
otro mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón, Onetti. Hay mierda y lo único bueno
es sacarle lustre a la mierda, verle los resplandores.”
Llegar al fondo de las cosas es desentrañar, clarificar, ver la luz, nuevamente aludir al resplandor.
El narrador - protagonista asiste con asombro a la transformación después de provocar el choque entre el mundo simple y artificioso de la mujer contra el complejo e insondable mundo de la literatura onettiana.
“Hablar ya no tenía sentido. La locura
era la pared, el techo, el piso, los muebles, ella, el timbre, yo mismo. La
seguí. Lo que vi ya no será posible contarlo.”
Esta oposición, a su vez,
deriva en una muerte – la del “tipo” - a
la que el protagonista asiste como testigo y de la que, tal vez, deba asumirse
como responsable o cómplice.
El símbolo de “el tipo”,
aludido por María Calviño, surge bajo la forma de referente velado. Al
convertirse en elemento objeto de la duda (o primer destello de comprensión),
destruye la no verdad, equivalente al mundo de la cursilería, señala el valor
del “fondo de las cosas”.
¿De qué me hablaba? ¿Qué Tipo era ése?
La tensión provocada por la
burla y las digresiones interpretativas de María Calviño convierten al símbolo
“el Tipo” en resultado de la acción, o sea, revelación, resplandor.
Resplandor: evanescencia,
espejismo, cursilería /certeza, iluminación, violencia
Llave: simulación, burla,
desconocimiento / apertura, acceso, escarmiento
“el
Tipo”
: mundo ficticio, mentira, obscuridad /evidencia y esclarecimiento
“escatología brillante”, “jazmín podrido”, “negro paraíso” (oxímoron)
“esas locas típicas de talleres con caras de Caperucita Roja o Blancanieves en el geriátrico.”, “una especie de poema surrealista entre interesante y espantoso, pero con ciertos matices de belleza.”, “estremecido y asqueado” (antítesis)
Pero el verdadero final sobreviene a partir de otro giro inesperado: “el Tipo” que yace muerto sobre una mancha de sangre. Una doble sorpresa que completa rotundamente la historia, una María Calviño que se revela lúcida cuando dilucida la verdad detrás de la burla, una María Calviño que se revela violenta y resuelta cuando dilucida, a través de su propia interpretación, la verdad que se ocultaba detrás de su propia mentira. Una nueva bivalencia, un doble final, dos víctimas resultantes de un solo juego sarcástico.
LAURA
MASSOLO
LA MACETA
de Laura Massolo
¿Sabe dónde está la llave? La tiré por
la ventana del dormitorio. Ahí debe estar. Porque Natalia salió así, caminando,
y dejó todo abierto. Una persona que sale dispuesta a suicidarse, no piensa en
cerrar una puerta. Una persona que ha perdido el juicio, no piensa en cerrar
una puerta.
Pero no estoy tratando de decirle que
Natalia estaba loca. No es eso. Entiendo que la desesperación nos haga perder
el juicio, y que hay distintos grados de desesperación. Hasta le diría que entiendo algunas exageraciones. Dicen que
Dios reparte en cada uno de nosotros, exactamente, el peso y la medida de la
cruz que podemos soportar: ni un gramo más, ni un centímetro menos. ¿Usted cree
en Dios?
Hay personas más débiles; eso no significa
que estén locas. Yo no me atrevería a decir que Natalia estaba loca. No sé.
Para mí era dócil, simple, querible. Sobre todo muy querible. Y demasiado ingenua. Tal vez, frágil. O era ingenua
porque era frágil, no sé. Pero verla expuesta a la desesperación, daba miedo;
por insignificantes que a uno le resultaran los motivos que a ella la
desesperaban.
Después
de que usted se fue, empezamos a
conversar bastante. ¿Vio el pullóver gris que está arriba de la cama? Ése, se
lo tejí yo. Lo usaba mucho. Prácticamente, lo tejí todo mientras conversaba con
ella. Porque uno puede dar un consejo, o consolar a alguien. Y yo soy jubilada,
profesora de música jubilada. Hijos, no tengo. Así que le tomé cariño a
Natalia, sinceramente. Y ella me contaba todo.
Usted no
vino para que yo le haga preguntas, usted vino para saber. No me interesa por
qué la dejó. Yo no lo juzgo. Le guardé la maceta por si alguna vez volvía a buscar las cosas de Natalia.
Francamente, el día del accidente, lo vi desde la ventana; pero verlo me dio
tanta impresión que no tuve coraje de salir. Perdóneme, no pude. Creo que me
perdí entre lo que es la verdad y lo que es la mentira, o algo así. Le aseguro
que verlo llegar con la valija, y justo ese mismo día, superó mis fuerzas.
Míreme. Mire cómo se me eriza la piel. Jamás me imaginé que usted fuera a
volver.
Eso me
impresionó más. Yo lo miraba. Pensé que tenía que salir a darle la mala
noticia, pero no, por suerte, ya estaba la policía. Menos mal, porque verlo
así, usted, la valija, la maceta... Al día siguiente me traje la maceta a casa.
Ahora que vino, llévesela, y haga lo que mejor le parezca; rómpala, si quiere.
Cuando le cuente lo que le voy a contar, me va a entender.
Y Natalia
empezó a verla todos los días. Cuando estaba triste, de allá, volvía bien. Vaya
a saber qué cosas le diría esa mujer. Le daba velas, amuletos, una medallita,
algo líquido para limpiar la casa. Casi siempre, velas. De todos colores. ¿Ve?
Desde aquí, desde la cocina, se ve perfectamente cuando hay una luz en aquella
ventana. Yo veía las velas todas las noches. Todas las noches.
A lo
mejor, sin querer, fui un poco cómplice de tantos disparates. Me resultó menos
triste dejarla navegar por ese mundo de fantasía, de velas celestes, de
hechizos raros. Natalia estaba segura de que usted iba a volver. Yo, en cambio,
no lo creí nunca. No era probable: sé que usted vivía con otra persona.
¿Sabe?
Creo que no se suicidó antes por lo que le decía esa mujer. Cualquier
otra cosa la desesperaba. La realidad la desesperaba.
El paso a
nivel queda ahí nomás. Los bomberos pasan por esta esquina. Eso siempre me
hacía pensar en el suicidio, siempre. Pero de alguna manera esa mujer la
mantuvo viva. No sé para qué, teniendo en cuenta esta desgracia...
Por
supuesto que jamás creí en esas cosas. Entiéndame : no creí en esas cosas hasta
que lo vi a usted con la valija. Mire cómo se me pone la piel. Míreme. Usted
está aquí, ahora, y no sé qué decirle.
¿Quiere
que le confiese algo? Reconozco que yo no le hablaba con sensatez a Natalia.
Ella me contaba lo que hacía y yo no se
lo discutía; ella andaba siempre con esos rituales, con esas brujerías, y yo no
le decía nada. Era lo único en lo que ponía verdadero entusiasmo. Y a mí me
pareció, siempre, que decirle algo podía ser peor; que se podía cortar el hilo
¿Vio cómo es una ilusión? Una ilusión es
un hilo que nos sostiene.
Un día me
contó que tenía que hacer uno muy importante; me refiero a esos trabajos de
magia. Y vino la mujer con un paquete enorme, y se quedó unas cuantas horas en
la casa, y había un olor raro, como de incienso. Ya, después de esto, Natalia
dejó de salir.
Yo iba.
Iba todas las veces que podía. Algunas no me atendía o me contestaba desde
adentro. Otras, me abría apenas la puerta y hablábamos dos o tres palabras.
Siempre estaba desnuda, completamente desnuda. Me decía que se sentía bien y
que no necesitaba nada.
No sé cuánto tiempo pasó. Perdí la
cuenta. Una noche yo estaba aquí, tejiendo estaba, y vi mucho resplandor en la
ventana, demasiado. Me asusté. Me puse un saquito encima del camisón y fui
corriendo por el fondo. Cuando me abrió la puerta vi las velas. Le juro que me
da vergüenza contarle esto: ¿Sabe qué eran las velas? Eran falos, inmensos
falos moldeados en parafina rosada. ¿Me explico bien? ¿Usted sabe qué es un
falo? Quizá yo sea un poco anticuada. Le aseguro que no tenían, para nada,
relación con el tamaño de los humanos. Usted me entiende. Me da vergüenza
decírselo: eran monstruosos ¿Ve esa linterna? Ni siquiera, más grandes; veinte,
o treinta, por toda la casa, recién encendidos. A Natalia, esa noche, se la
veía delgada, ojerosa, con el pelo
revuelto y sucio. Digamos que tenía el aspecto terrible de una mujer ultrajada.
Y, de alguna forma, era así, porque no le resultará difícil entender - me
cuesta ser tan directa - lo que había estado haciendo todos esos días con todos
esos falos. No hace falta que se lo explique: ella estaba desnuda, había sangre
en las sábanas, sangre en el bidé, sangre en las canillas del lavatorio. Ella
tenía sangre en las piernas.
La ayudé
a ducharse, la vestí, le cambié las sábanas, le di una aspirina, le hice tomar
una sopa. No sabía qué hacer. Me quedé con ella toda la noche, mientras esas
velas asquerosas se consumían. Y a la mañana, cuando se levantó, la vi con la
maceta. Por eso yo sé bien qué hay en esta maceta.
Juntó los
restos de las velas y los mezcló con la tierra. Después, plantó un gajo de
clavel. Me dijo que era un clavel rojo. A mí me gustan los claveles. Son
delicados y hay que cuidarlos hasta que prendan ¿Vio? A mí, a veces, no me han
prendido o se me han ido en vicio, depende de la tierra. Natalia me dijo que si
no florecía usted no iba a volver nunca; pero que si florecía, ese día, ese
mismo día, usted iba a volver. Le juro que yo prefería que no floreciera.
Pensaba, y me imaginaba, el clavel floreciendo, y creciendo, y marchitándose, y
la desesperación de Natalia.
Yo jamás
creí que usted fuera a volver.
Ahora
viene lo peor. Por eso le digo que no se sienta culpable. Usted no tiene que
sentirse culpable. Hay cosas que no se entienden. Pero a mí me ha pasado:
Uno vive
pendiente de las hormigas. Las he perseguido horas con la linterna, les he
puesto todos los venenos que existen. Pero una noche, de golpe, aparecen y
hacen un desastre. Es así, aunque le cueste creerlo. Eso pasó con el clavel: de
la noche a la mañana se lo devoraron, no dejaron nada; la maceta quedó como la
estamos viendo ahora. Y todavía andaban, las desgraciadas, corriendo por el
caminito. El hormiguero ahí nomás, a unos pocos metros.
Le golpeé
la puerta y me hizo pasar. Por eso sé que el pullóver gris está sobre la cama.
Mire, a mí no me salía una palabra, pero ella sola se asomó a mirar. Estuvo
mirando un rato la maceta. Después, empezó a caminar despacio, para el lado de
las vías. Muy despacio. Yo pensaba, y pensaba.
No sé qué pensaba yo en ese momento. Tantas cosas. Creo que pensé que
era mejor así, de golpe, y no una agonía lenta. Creo que pensé que las hormigas
habían hecho una tarea piadosa. Y cuando escuché a los bomberos no me
sorprendí.
Fui, saqué
la llave, y la tiré por la ventana del dormitorio. No se olvide de buscar esa
llave.
Por eso
le digo: ya no sé si creo o no creo en esas cosas. Ni quiero pensarlo.
Seguramente, esto que le conté será un alivio para usted ¿Vio que no tiene por qué sentirse culpable?
Hágame el favor: llévese esta
maceta. Y vuelva cuando quiera.
UNA MIRADA SOBRE “LA MACETA” DE LAURA MASSOLO
“¿Sabe
dónde está la llave?”. Con esa pregunta, una primera persona testigo apelativa comienza a contarle, a un
personaje relevante en su historia, un suceso acaecido a la protagonista, su
vecina – Natalia – y ya se nos sugiere desde el primer párrafo que se ha
suicidado. Este aparente final está en el principio, pero el verdadero tema es
qué ha sucedido con una misteriosa maceta que se menciona en el sexto párrafo,
pero que, a juzgar por el título, entendemos que es clave. Qué ha pasado en
torno a esta maceta es, por tanto, el conflicto expreso y principal.
Cuatro
personajes: la protagonista, Natalia,
que es el núcleo de la acción; la narradora de la que se ignora el
nombre, que es la mirada de toda la
historia, su punto de vista (dice ser maestra de música jubilada); otra mujer
de la que también se ignora el nombre, pero según la mirada vive a pocas cuadras, es ignorante, suele ir presa, está convencida
de lo que hace, es pobre, entrega velas, amuletos, medallas, líquidos, ejecuta
rituales, hechizos, y es causa y motor de la acción junto con el cuarto
personaje, el objeto de deseo, el usted al
que se dirige la narradora en su relato claramente oral. Hay personajes
secundarios que sólo se nombran: la policía, los bomberos, “otra persona” que
parece haber convivido con el usted.
Pero también viven otros personajes
especiales: la maceta (con su
posibilidad angélica de clavel y su pimpollo florecido), la valija (el deseo),
y las hormigas (ejército diabólico), verdaderas antagonistas del relato.
Los
escenarios son: la casa de Natalia con sus cinco espacios (el dormitorio con ventana, el espacio indefinido de la
maceta donde se coloca la valija, el de la puerta que no se abre o se abre o se
deja entreabierta, el del baño con
sangre, y el espacio brutal donde están las velas calificadas de “monstruosas”.
Estos espacios son inquietantes, ambiguos, malignos o directamente tienen que
ver con el horror de las velas y la sangre) y el escenario de la casa de la mirada.
Este último es un espacio de narración (donde se teje con el usted) o de visión (desde la cocina se
ve la ventana de Natalia con resplandores de velas) y hay un fondo (espacio
intermedio) por donde la mirada corre
hacia el lugar de los hechos. De ese espacio todo está cerca: la casa de
Natalia, el “allá” donde va Natalia con la presunta hechicera donde se produce
“el hilo de la ilusión” y también el paso a nivel de la muerte. El usted sólo aparece localizado llegando a
casa de Natalia, o en el escenario de la narradora mirada.
El
tiempo fluye como el tiempo real, en el espacio de la narración oral. Pero
contiene un tiempo pasado donde ha ocurrido el abandono sugerido, y un día
especial donde las hormigas consuman el desastre, Natalia se suicida, la
narradora la deja ir para pensar y
tira la llave por la ventana del dormitorio. Después hay otros tiempos más
lejanos, anteriores al día especial y después del abandono sugerido. Se trata
del tiempo de las visitas a la pobre
ignorante, de las conversaciones con la narradora, de los rituales, del
crecimiento de la flor hasta el día especial. Todo ese tiempo casi mítico, en
diversos flashbacks transcurre en el tiempo oral de la narración.
El
lenguaje es el de la fluidez que requiere un testimonio oral, los límites de
una conversación, las preguntas que no esperan respuesta porque son
muletillas. Tiene el registro de una
mujer de edad, común, con alguna cultura no muy vasta, una personalidad
solidaria que tiende a perdonar para perdonarse sus ambivalencias de amor -
desprecio - repugnancia - compasión hacia Natalia. Hay paralelismos (“Una
persona que sale dispuesta a suicidarse, no piensa en cerrar una puerta. Una
persona que ha perdido el juicio, no piensa en cerrar una puerta”), apelaciones
a la sabiduría popular (“Dicen que Dios...”),
sentencias impersonales (“uno vive pendiente de las hormigas”) que son
más bien proyecciones personales, repeticiones para remarcar (“yo pensaba y
pensaba. No sé qué pensaba”), imperativos (“llévese esta maceta...”), todas
expresiones compatibles con el registro elegido y la personalidad de la mirada.
El
tono es entre melancólico y afectuoso, por momentos también escandalizado
frente a los rituales con las velas fálicas. La atmósfera conseguida es el
horror, pero acentuado por la calma, la falta de énfasis y la credibilidad.
***
La maceta exhibe aquí toda la
ambigüedad de lo que sirve para criar plantas, es decir vida, pero donde puede
crecer la muerte o llamar al mal, simbolizado en las hormigas. Estas hormigas
que, en casi todas las tradiciones, tiene que ver con la actividad industriosa
y también con la energía que circula en las profundidades de la tierra, se
oponen en este cuento, al amor, a la misma vida. La vida contra la vida, la
energía contra la energía. La paradoja está en pleno estallido. Sin embargo, la
vuelta de tuerca del cuento es la aparición de la valija (lo que viaja), el
elemento deseado, justo después que se ha producido la muerte. Este es el giro
de una profecía. Se produce del siguiente modo:
1)profecía:
Si crece el clavel en la maceta después de los rituales simbólicos de la
fertilidad, volverá la valija (amor = vida). Si no crece, la valija no volverá
(indiferencia = muerte)
2)
Crece el clavel (elemento angélico), por tanto debe volver la valija de su
viaje (volver la vida).
3)Aparece
un elemento inesperado: las hormigas (elemento diabólico) que devoran el clavel
(elemento angélico). Entonces, desaparecido el clavel, no regresará la valija
(muerte).
4)El
giro: En el momento de la muerte reaparece la valija (vida), como una
resurrección a destiempo. Por lo tanto la muerte es la vida y a la inversa.
El
verdadero tema del cuento está entre los verbos ver y saber. La narradora
los usa continuamente con el usted,
como muletilla. “Saber” es, incluso,
la primera palabra del cuento: “¿Sabe usted dónde está la llave?”.
La
narradora testigo visual ve algunas
cosas claramente: la luz de la ventana, las velas, la delgadez de Natalia, que
por su lado, ve a la ignorante todos los días. Señala objetos
al usted que son perceptibles a la vista: el pullóver
gris, la linterna. Hasta es un ver metafórico: que la ilusión es un hilo que
nos sostiene. Pero hay un ver insoportable: ver al usted desde la
ventana con la valija. Entonces ese ver
se vuelve no saber. Ver no es
meramente percibir con los ojos sino reflexionar y la reflexión lleva a que no se sabe. Hay, sin embargo, un saber: dónde está la llave (aunque no la
del conocimiento), qué hay en la maceta (aunque no demasiado), que el pullóver
gris está en la cama (¿para qué sirve?), que el usted vivía con otra persona (¿para qué sirve?), más la sabiduría
popular que puede resumirse para ella en el significado de la palabra “falo”,
para qué son las velas, cómo crecen los claveles (¿para qué sirve?).
El no saber es grave. Ella no sabe bien
cómo es Natalia (¿ingenua o frágil?), qué hacer cuándo ella sufre, si cree o no
cree en lo esotérico (“esas cosas”), es decir, qué pasó, qué pensaba cuando
pasó lo que pasó (y pensar no clarifica), hasta se sugiere si vale la pena
creer en Dios (“¿usted cree en Dios?”). Su
peor conocimiento es que el usted
vino para saber, pero se llevó la
oscuridad; que la realidad desesperaba a Natalia, pero ya no se entiende qué es
la realidad. Y hay más, no sólo la gnosis sino la ética: no sabe si es culpable o no (“¿vio que no tiene por qué sentirse
culpable”: proyección muy clara, y es como explicarle al usted, o explicarse a sí misma,
que el ver en ese lugar es el no ver, la ceguera).
No
hay armonía que pueda encontrarse por más que uno sea profesor de música, que
se quede pensando o que teja habilidosas historias. El arte muestra el caos, no
lo ordena, y si lo ordena después de mostrar el agujero es para mostrar un nuevo caos. Por algo caos
quiere decir abertura.
La narradora testigo, la mirada, teje. Teje un pullóver gris. Es hábil (sabe),
pero su saber es meramente de naturaleza técnica. Todo su testimonio es un
tejido, un tejido de sombras, con los blancos oscurecidos del gris. La que no sabe, la ignorante tal vez sabe más. O no. La tejedora, por el contrario, teje como
todas las tejedoras míticas: el enigma, ver
que no se ve, saber que no se sabe por más que se vea. Que se lleve el usted la maceta, el misterio, que lo
transporte en la valija a otra parte, la
llave del conocimiento no está en ninguna parte, y ella ha terminado el tejido
que se desteje, el hilo de la ilusión ficcional, la trama de un cuento.
LILIANA DIAZ MINDURRY